Siempre te demandé coherencia y tú, me la negaste con tus millones de vientos. Eso sí, siempre con la compañía de esa sonrisa torcida (dibujada sólo en tu cara, dentro de todas las sonrisas y todas las caras) que no conseguí arrancarte. Era una de tus políticas y tomando sus riendas, descubriste que las izquierdas eran las piedras de otro templo cristiano y anunciaste que no serías albañil de cosa semejante. Ya no querías mancharte las manos, como cuando eras niño. Entonces te sentaste sobre algún cerro y me hablaste -con el bastón del recuerdo entre las manos- sobre los paisajes; el volumen, la cercanía y el poder. En la última de tus lecciones (de esas que nunca te pedí) me dijiste que sólo había de a dos o de a dos: vertical y horizontal. Tallaste tus conclusiones sobre las piedras y los truenos conspiraron contigo. Procediste a buscar agua en mis lagunas y, aunque vaya que había, no dejé que te miraras (ni mucho menos empaparas) en ninguna de sus gotas. Era el final y