Nos hacen creer -quienes quieran que sean- que lo ridículo es naturalmente ridículo, cuando puede tratarse de dimensiones de otros sentidos que podrían hacernos felices. Se trata de bailar como loque en la calle o imaginar que no hay calle, de cantar mientras usamos nuestras piernas como tambores y sumergirnos en la ridiculez, que se entiende como locura.
En El Desierto de Las Bocas, nadaron los peces, ajolotes negros, hacia mis faroles distraídos, velas tristes que escriben noches y poemas de papel sobre horas que vuelan por calles y pasillos perdidos de Izamal, orilla de espuma, túnel de arena.
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