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Pedaleando Mérida: Disfrazada.

Una amiga me prestó su bicicleta durante el verano. Se la pedí porque quería usarla para recorrer distancias, cercanas como para quemar gasolina pero lejanas para caminarlas. Mi idea era darme una oportunidad en el verano para ver si me gustaba, en caso de que así fuese compraría una, lo cual está entre mis pendientes principales (Cof cof, Carlos...). El primer día que la usé, un amigo me prestó un casco y otro me compró una tobillera con luces; con eso, consideré que tenía el equipo necesario para adentrarme a las calles meridanas. El segundo de ellos me guío y acompañó al trabajo, aquello fue una experiencia emocionante y las reflexiones en torno a ese día, y al resto que pasé pedaleando las calles de la ciudad, hizo que decidiera escribir esta entrada como un intento de reflexión personal que quiero compartir con quienes estén dispuestos/as a leerla.

Yo nunca había usado la bici para alguna actividad que no fuese recreativa y, a propósito, me parece que hay un discurso un tanto romántico alrededor de este medio de transporte que, justamente, se aleja de algunas realidades en torno a lo que es emplearlo de esta forma; es decir, una cosa es levantarse temprano e ir a Francisco de Montejo para pedalear y otra tener que lidiar con un tráfico terrible y con conductores/as que, muchas veces, mediante acciones deslegitiman el uso de la bici como medio de transporte. Volviendo al tema, el amigo que me obsequió la tobillera (para no morir en el intento de convertirme en una ciclista urbana) y yo salimos de mi casa una hora antes de tener que llegar a mi trabajo. Por mi culpa tuvimos que ir más lento, ya que la bici era muy pesada, lo cual era estresante por el tráfico y porque está acostumbrado a manejar a velocidades fuera de mi alcance.

Hicimos, aproximadamente, entre treinta y cuarenta minutos de camino (en parte porque tuvimos que evitar una glorieta, pues consideraba que aún no estaba lista para ésta). Llegué sudada al trabajo pero, por suerte, me recomendó llevar ropa extra y le hice caso (de vez en cuando no pasa nada). Se ofreció a acompañarme de regreso pero quería vivir el retorno sola porque me preguntaba cómo era vivir las calles sola y sin carros, me imaginaba que propiciaría a un repaso de mi día; pienso que no me equivoqué porque disfruté sentir una rica brisita mientras escuchaba música sin que ningún carro estorbase mi camino: las calles serían mías. Aunque, vale mencionar que también sentí cosas que no me imaginé. Resulta que las calles tenían tanta luz como carros, o sea escasa. Sí me da miedo la oscuridad pero no tanto en sí misma, sino quiénes pueden cubrirse con ella.

Hubieron momentos en el camino en los cuales empecé a preguntarme qué haría si una persona me siguiese en coche o en bici o en moto o a pie, no importa; la pregunta era: ¿qué haría si me siguiese? Después me pregunté qué haría si se me ponchara una llanta y tuviese que llamar a alguien para que viniese a buscarme (si es que tenía pila mi celular y si es que me contestaban). ¿Qué pasaría en el tiempo que tarda en llegar? ¿qué tal si alguna persona se me acercaba para hacer cosas en las que yo no quería pensar y tenía como salir de ahí? Mi mente empezó a formular ese tipo de preguntas, que sólo hacían que pedaleara más rápido aunque, sí alguien quisiera alcanzarme, lo habría logrado. Darle vueltas al asunto me puso nerviosa. Miré al pavimento y vi mi sombra. Me di cuenta que no parecía yo, llevaba una playera sin mangas, un pantalón, el cabello recogido dentro del casco y lentes. Muchas personas, de acuerdo a las ideas predominantes en torno a los géneros, hubiesen creído que era un hombre y eso me hizo sentir segura así que le bajé a mi ritmo y llegué a mi casa.

Entonces sentí coraje y también tristeza. ¿Por qué habría de sentirme segura con un disfraz? El escenario me hizo sentir pequeña y vulnerable. Pensar que, frente a los ojos de muchos/as, pasaría inadvertida como mujer me dio confianza en mí misma. No es justo. Quizá varios/as opinen que soy una paranoica y, no sé, no me atrevería a negarlo pero hay más que eso. Mi cabeza me dibujaba situaciones que he escuchado y leído tantas veces, que no parecía improbable que yo también pudiese formar alguna pila de historias empolvadas en las memorias, en la prensa o en las redes sociales... Plantearme la idea de que pude ser un nombre más, perdido, entre todos los que se acumulan sobre personas violentadas (de una forma u otra) me hizo darme cuenta de que el miedo y el disfraz eran violentos por sí solos y que la única manera de combatirlo era en bicicleta.

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