A veces extraño mi último ajedrez, que no
era la gran cosa. Era de esos chiquitos con piezas de imán, ideales para
viajar. No lo extraño por las partidas jugadas ni por los oponentes que he
tenido. Tampoco por el anhelo perdido de futuros mates. Lo extraño porque me lo
regaló mi papá antes regresar a Buenos Aires, ahora para vivir.
Porque pensó en mí, en que no era preciso
sólo un ajedrez sino uno como ese, porque así podría llevarlo de aquí para allá
sin miedo a perder piezas y sin preocuparme (mucho) por estropearlo. Pensó en
que necesitaba eso para ese momento, en el que es más fácil perder u olvidar
cosas. aunque para eso son las cosas.
Más que declarar mi tablero perdido, me
deshice de él. Recuperarlo implicaba un peligro u ocuparme de buscar mediadorxs
y no quería delegarle a nadie mis miedos ni mi tardanza. Bah, mi responsabilidad
por haber tomado malas decisiones. No necesitaba mi tablero, no es como que sus
piezas fueran comestibles o pudiera llevarlas a una casa de cambio. No cotizaban
en dólares ni en euros ni en pesos ni en reales ni en yuanes. No valían nada.
Cuando lo extraño pienso en ese día en el
que Canela mordió unos cuadernos en el que mi papá había anotado y estudiado
partidas de Fischer y Kasparov. Me sentí tan mal. Tan culpable. Pensé en pegar
las hojas con cinta pero era tonto. Canela, básicamente, los destruyó. Ese día
me acerqué para comentarle lo sucedido y me disculpé. Yo a punto de llorar y
él, sin una pizca de enojo en su cara ni en la voz con la que me dijo
"Bueno, hija, ni modo" y pasó la hoja del libro que tenía entre las
manos.
Sorprendida, barrí todo. En él había una
resignación sin dolor y sin reproches hacia mí. Nadie puede controlarlo todo.
Ni él ni yo teníamos porqué hacernos cargo. Y bueno, Canela era una cachorra
¿Qué se hace cuando no hay a quién culpar? Pues, vivir. Para eso
renuncié a mi tablero.
Comentarios
Publicar un comentario